Vengo del futuro, y allí no hay cine
En la peor semana de mi vida me caí a una alcantarilla abierta en medio de la calle, nos pasa a todos llegado el momento. Toqué fondo el octavo día, poniendo fin a mi semana infernal; dando comienzo a mi recreo en el futuro, allí he podido aprender todo lo que sé ahora.
Los niños dormirán de pie, en armarios colocados en las plantas superiores de las casas del porvenir, colocadas estratégicamente entre el espanto y el anhelo. Los perros hablarán -por regla general- más de tres idiomas, no conocí a ninguno que tolerara que se le levantara la voz o se le tuteara. Recorrí de punta a punta la Ciudad Amarilla en la que caí, pero no encontré nada que recordara a un cine. Parecían todos más felices, nadie había escuchado hablar de William Castle. Cuando pregunté por él, todos rieron al descubrir que antes existían los nombres.
¿Cómo puede una caída de ocho días cambiar tanto las cosas? Veo con ojos nuevos tras mi vuelta, y lo que veo me da náuseas. No volví por voluntad propia, estaba muy tranquila rodeada de agua, durmiendo siempre con una lupa en la mesita de noche. Volví obligada por un ángel sin nombre creado por un ignorante, el pobre no debía saber que en el pasado no existían los ángeles-rombos.
Una patada poco celestial me devolvió a mi (ahora nueva) rutina infernal. Nada que echara de menos, nada que me alegrara a su vista. Por primera vez dejé de sentir que era demasiado tarde -además de deprimida, siempre he estado equivocada-, es demasiado pronto para todo.
· Pronto para desear que un loco sin nombre invente el futuro que vi el otro día.
· Pronto para arrepentirme de mi vuelta no deseada.
· Pronto para esperar el lanzamiento de aquel integral de Charles Burns, exclusivo de la Ciudad Amarilla, repleto de ilustraciones realizadas a lo largo de sus 237 años de vida.
· Pronto para pararme a desear que sean muchos los años en los que despierto en la misma cama, mirando los mismos/estos ojos (demasiado pronto, diría).
No podía soportar más el desconsuelo de esa precocidad generalizada, me metí en la cama y encendí la tele. Quizás Fassbinder podía arreglar algo de esto, no creo poder confiar en nadie más. Un solo dedo suyo vale más que todos vosotros juntos. Preferiría estar feliz, pero acabo por poner Las amargas lágrimas de Petra von Kant (1972). La comprensión de tres oraciones simples en alemán tienen más poder que todas las píldoras del mundo, la mera visión de una mujer armada con un teléfono fijo vale más que el pasillo central del Prado.
Me consuela ver los delirios de una ricachona con claros problemas emocionales, escuchar sus historias mitad verdad mitad mentira, seguir con la vista el fantasma de Marlene (Irm Hermann), señalar descaradamente la pantalla siempre que asoma un nuevo detalle en la obra que completa el escenario presente en toda la película. El frío que sale de los cuerpos de los maniquíes me cala los huesos y aprovecho los escapes musicales del filme para pensar en el nivel al que me duelen las costillas.
Al término de la película me siento tan mal que no puedo pensar más que en Ingeborg Bachmann. Se me pasa un poco el mal rato cuando, buscando el texto original, encuentro un concepto para una adaptación shoujo de la obra. Recupero la sensación desagradable tras ver un fotograma de la película y pensar en que, tras verla, quizá yo no sea más que una sombra de Petra, también.
La juventud y la belleza pierden todo propósito, ante todo, no son para mí. No quiero quedarme aquí, quiero volver al futuro. Sé que no era un sueño, en este mundo no se puede soñar. Que me dejen volver, o temeréis todos la posibilidad de que me convierta en la alternativa más joven y dolorida de Margit Carstensen.
Eso es amor, lo otro es enfermedad.

Comentarios
Publicar un comentario