Aparecería con mi hábito de cilicio. / Aparecería con una lámpara en medio de la noche. / Y me sentaría a los pies de tu escalera; / me flagelaría hasta sangrar / tras horas y horas de oración, / tortura y placer.
Este sábado he tenido la fortuna de acompañar a Eric Pauwels en su travesía por Europa en búsqueda de modelos. He atisbado destellos de una gentil cotidianidad en espacios expositivos, en el ámbito familiar del propio cineasta e incluso en coches en marcha ininterrumpida. La búsqueda de una verdad sobre el santo nacido en la Galia Narbonense lleva al acercamiento a los grandes maestros de la pintura, interrumpidos estos encuentros únicamente por pausas reservadas a la contemplación y a la ternura.
Uno de los predilectos de Diocleciano se convierte también en el favorito del realizador que esconde su cámara bajo el abrigo para filmar el Carlo Crivelli colgado en las paredes de la National Gallery. Su muerte a pedradas no queda plasmada en lienzo alguno; ni en los muros de la galería londinense, ni en las obras de los artistas que han osado representarlo. Ni Gerrit van Honthorst, ni Giovanni di Paolo, ni Théodule Ribot; ninguno ensaya una sola piedra al retratar al patrón contra la peste. Todos pensarán que murió asaeteado, completamente limpio y con las venas intactas. Nadie pensará en su verdadero sino, ni en el lienzo de Ludovico Carracci en el cual es arrojado, finalmente, a la Cloaca Máxima (1612).

Si ningún testimonio escrito describió físicamente a San Sebastián, ¿cómo llegamos hasta el esquema de Mantegna, o hasta Leonardo Treviglio en Sebastiane (1976)? El Maestro T. S. Eliot dirigió La canción de amor de San Sebastián (1914) a Aiken un sábado 25 de julio, vía carta. ¿Tendría el destinatario el rostro verdadero del mártir?
Sin una imagen original, todas las imágenes son posibles.
Pauwels realiza un ejercicio brillante, filmando a los hombres que comparten tren con él en uno de sus tantos viajes. Trabajadores de fábrica, modelos, revisores, compositores: todos son Sebastián.
A modo de diario, asistimos a la recreación del primer travelling de la historia. Al igual que Promio, propietario de la mano que sujetaba la cámara de los Lumière, se filman las casas del Gran Canal veneciano. Se discute en torno a una religión de roce, sangre y piel; que mantiene la fascinación por la carne y la vuelca en Cristos a los que sólo alcanzamos los pies. Solo y lejos de Dios -como el santo-, en Roma, se repiten las incógnitas: ¿Por qué la película? ¿Por qué San Sebastián?
Es un absoluto placer participar en este viaje iconográfico, guiados por la mano firme de Perugino y otras más despreocupadas -las de los niños frente al Prado que juguetean sobre la estatua de Velázquez-. La belleza en el martirio lleva a la embriaguez del que mira y la propia película se impregna de este encanto. El espacio entre lo sagrado y lo profano, el paso desde el terror a Dios hasta el disfrute de la carne... ¡Todo está aquí!
España. En ningún otro lugar de Europa la imagen es tan sagrada.
Tras una fallida visita al Museo del Prado que obliga al belga a partir sin haber visto el colorido del Greco, se reflexiona en torno a la devoción que profesamos en este país a todas y cada una de las tallas religiosas.
Devoción de mujeres, la emoción de encontrar una imagen viva.
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