Y en la Red he encontrado a Dios


Deidades virtuales. ¿Existirá, en unos años, una demonología internáutica? ¿Se encuentra ya en proceso de elaboración?

¡Todo al analógico! Gritan los que no pueden soportar asistir al nacimiento del Milagro. Aúllan sin vergüenza alguna, dirigiéndose descaradamente a la luz omnipotente que sale de las imágenes em las pantallas. Casi se confunden con nosotros, no hacen más que acercarse. ¿Dónde podremos escondernos de la Imagen?

Mucho antes de que series británicas como Black Mirror (2011—) empezara a dar forma audiovisual a los terrores que podrían venir adheridos a los avances tecnológicos, los japoneses dieron la alarma que precede a la angustia. Usualmente, esta inquietud se materializa en clave de horror o suspense. Al pensar en el origen del terror tecnológico desde el prisma nipón, nos vienen a la cabeza ciertas obras que han arraigado con mayor fuerza fuera del país: Serial Experiments: Lain (Ryutaro Nakamura, 1998), la franquicia The Ring (El círculo), cuya primera película dirigió la mano de Hideo Nakata en 1998, o Kairo (Kiyoshi Kurosawa, 2001).


La muerte siempre se abre camino, con más fuerza y vías renovadas cada vez que encuentra un nuevo vehículo (casi en todas las ocasiones, en forma de imagen). Normalmente por intercesión de hackers u otros profetas, a través de aplicaciones macabras, o incluso por medio de videojuegos (Portus; Jun Abe, 2007), las maldiciones se mueven por nuevos canales y descubren nuevas prisiones: la caja tras una televisión de tubo, el espacio tras la pantalla de un teléfono e incluso en los entresijos de la caja de un ordenador.

Me mantengo en mi línea, con la vista agudizada y obcecada en los pánicos virtuales, bajo la influencia de un cuasi fanatismo religioso por lo irreal. Renuncio a buscar fuera de mis límites y aspiro a existir únicamente entre los márgenes de una pantalla. Mientras tanto, sigo a la búsqueda de nuevas obras que me alumbren en el camino hasta el centro del vídeo, con el ánimo algo pesaroso. Me sorprendo al recordar una obra que atiende a otros intereses y establezco a Platonic Chain (2002-2003) como principal exponente de una generación perdida en el código.

El encanto de su animación CGI, su tono ligero de comedia cotidiana y los giros argumentales al final de cada tres gloriosos minutos de episodio; sello de identidad de la breve serie. La aparente simpleza de la trama se ve truncada por la aparición de cámaras incluso detrás de los muros. En ningún momento se nos permite dejar a un lado la sensación de vigilancia que domina -de la misma manera- a las protagonistas. Ni sus aventuras amorosas, ni la siniestra app de citas del futuro, dejan vía de escape alguna al sofoco de tener un par de ojos ajenos pegados a la nuca.

Concluyendo mi apología al desarrollo tecnológico y sus consecuencias más decadentes, lanzo una pregunta por la que estoy perdiendo la cabeza: ¿es que no hay forma de conseguir escaneados del manga de Platonic Chain? ¿Ni siquiera en japonés?

En el espacio que separa un cable del siguiente dentro de mi cabeza, ha quedado atrapada una sentencia de Alejandra Pizarnik presente en su Nueva correspondencia (1955-1972) (Lumen, 2024). Como hija predilecta de las combinaciones cuestionables, la he tenido más que presente desde que la leí por vez primera. Marca el final de una carta a Antonio Requeni y deja un poso desalentador. No es un ansia analógica lo que me despierta, sino un vacío absurdo que desmerita todo lo ya pensado y lo que me resta por pensar.

Bueno, te escribo a todo lo que da la máquina (qué da en este mundo una máquina).

Serial Experiments: Lain (1998)

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