La deshumanización será televisada

Romperemos las ventanas, echaremos los muros abajo, pisaremos al resto de los niños. Obedeceremos solo al olor de la sangre.


Un pacto parecido debieron acatar los actores dirigidos por Cregger antes de protagonizar su nuevo hito, Weapons (2025). El cineasta regresa a las salas tres años después del estreno en plataformas de Barbarian (2022), precedente de la nueva cinta que ya albergaba elementos que se repiten aquí. En esta ocasión, el estadounidense ha buscado garantizarse un espacio en la cartelera, asegurando el estreno de su última cinta en salas, donde asustarnos juntos (contando también con quien te tose en la nuca y quien hace un esfuerzo titánico por ser ruidoso al masticar en tu butaca contigua) y asistir a la resurrección del género.

Ni a la entrada ni a la salida de la sala sabemos cómo clasificar Weapons, a mis ojos, termina por ser un gabinete de curiosidades. Una pregunta ronda durante toda la primera parte: ¿nos guía una preocupación o una obsesión? Los líos del pequeño pueblo empañan las desapariciones que, suponemos, debían ser el centro del filme. Rápidamente, la angustia por el paradero de un grupo de niños queda relevada por el terror que provoca la transformación de la vida en pura inercia.

Actúan los peones en forma de lugareños, parecen tomar decisiones por propia voluntad; pero no queda en sus ojos rastro alguno de humanidad, ¡ni en el movimiento de sus cuerpos! El detonante se encuentra escondido en algún lugar, allí donde se separan las historias individuales que marcan el ritmo y la estructura de Weapons. Siguiendo el estilo de narrativa que tiene como mayor exponente Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999), se nos da a conocer muy fácilmente el contexto que rodea a cada uno de los personajes protagonistas. Una espiral va absorbiendo sus apacibles vidas y conduce sus destinos hasta un enclave donde convergen sus historias.

Todos parecen sucumbir a una influencia extraña, inivisible para las cámaras y para el ojo humano. Un espacio enorme recubre los laterales y las partes superior e inferior de la pantalla, este pequeño cosmos deja lugar más que suficiente para cavilar qué es lo que está ocurriendo en un pueblo de tan serena comunidad. El desconcierto que me asalta cuando, a más de cuarenta minutos de película, aún no soy capaz de adivinar qué es lo que pasa, me lleva de vuelta unos días atrás. Ver a Josh Brolin abalanzado sobre un mapa, ataviado con un ridículo rotulador rojo, me hizo trazar una línea imaginaria que unía a Playdead con Zach Cregger.

Llegando tarde siempre, como a otras muchas cosas, hace escasos días que jugué Inside (2016). Ambas obras comparten la capacidad de insensibilizar el ser, haciendo de la carne un mero vehículo. El mundo distópico del videojuego dista bastante del vecindario modelo del sueño americano de la película, con diferencia en la identidad que maneja los hilos en cada uno de los casos. Playdead opta por una organización gubernamental (o multinacional macabra) sin escrúpulos, que basa su actividad en ensayos llevados a cabo en cuerpos animales, humanos o no; en cambio, el guion de Cregger moldea un ser formado en ocultismo y lo presenta como antagonista.

Se aleja del entendimiento la visión chocante de cuerpos fuera de sí mismos, masas cárnicas sin conciencia, voz o nombre. Los grises de Inside recuerdan a los de las imágenes tomadas por las cámaras de seguridad en los porches perfectos de Weapons, como manejados por un marionetista fúnebre, avanzan todos hacia la oscuridad con los ojos en blanco y los párpados entornados.


La ficción del futuro ha de parecerse mucho a esto. El futuro viene de luto en un color nuevo, erudito en vudú y otras calamidades, Cregger es su profeta.

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