Quién sería el mal cristiano

Lágrimas, agua de rosas o de azahares.

Mi familia llevaba cinco días felices en el faro del escritor (durante esos días, él no escribió nada).

Al igual que el escritor protagonista del tercer volumen de Saga (Brian K. Vaughan, 2012—), yo tampoco recuerdo escribir en mis días buenos. Escribo en un tren de vuelta demorado, el mismo que me habría gustado perder; por el que recé para que no llegara. No escribo en la cama, ni escribo de día; lo hago cuando me escuecen los ojos y me incomoda el cuerpo, cuando me quedo sin tabaco y ya no sé qué hacer con las manos.

Me sigue la Gata de la Mentira, aullando pegada a mi oreja, pide que deje de construir ficciones. No le gusta oírme susurrar posibles respuestas al interrogante que me ronda desde que me he dispuesto a ir hacia el vagón: ¿Cuándo vuelves?

¡Gracias, Fiona Staples!

En cada viaje de vuelta, recuerdo retornos variados, en todo tipo de medios de transporte. Esta vez pienso en un vuelo Roma-Madrid, retornando tras haberme encontrado con parte de la obra pasoliniana en varios espacios expositivos de la Ciudad Eterna. Tutto è santo, rezaban los pasquines en cada cruce. Todos los días pasaba por la puerta del palazzo, volviendo al hostal, nunca entré. Ni siquiera pisé la escalinata -siendo tan larga, podría haberme alzado un mísero escalón-, tampoco lo hice más allá de la entrada de un cine con el que me tropezaba también a diario, al salir y al entrar.

Todo es santo, o así lo escribió Pasolini en su adaptación de Medea (1969). Me acerqué a su figura con la esperanza de aquel que va buscando refugio y, con una excusa pobre, vi El Decamerón (1971) hace escasos días.

En cada lugar que tus ojos miran se esconde un Dios. Y si no está, dejó marcas de su sagrada presencia. O silencio u olor a hierba o frescura de agua dulce. Todo es santo, pero la santidad es una maldición.

Me come por dentro un bloqueo espiral, parece no tener salida y no cesa de arrastrarme en una corriente incesante hacia abajo. Tampoco ayuda la estación; el verano viene siempre con un quemazón que sentencia a ser parte niña, parte sueño. Esperaré a que llegue agosto, entonces se agravará. Con suerte, se rendirá a finales de septiembre, cuando un nerviosismo distinto me invada.

El Decamerón, Pier Paolo Pasolini (1971)

Lisabetta da Messina, Medea y yo compartimos dolores. No estoy completamente segura de esto, aunque sí sé que compartimos somatizaciones. Lágrimas abundantes casi inexplicables, un entristecimiento general que lo oscurece todo y un par de muertes en la testera que no conocen aún su lugar. La historia de Lisabetta me emociona especialmente. Decidió afligirme en un fatídico primer año de universidad, rápidamente dejé de creer en la Academia.

Se me mostraron unos hermanos crueles, una mujer amante, un Lorenzo desaparecido y unas uñas sucias de tierra. Una aparición angelical en sueños con trompetas anunciadoras de Muerte, una X en el mapa marcando un enterramiento ignorado. Estos elementos (ninguno más) cabe en una historia impecable.

Un pequeño apéndice en una asignatura centrada en lecturas iconológicas e iconográficas arrojó luz sobre mi narración predilecta recopilada en la obra de Boccaccio. Me hizo cuestionarme: si alguna vez me supera tu cuerpo, ¿qué parte tuya primaría? Carente de originalidad, eligiría tus ojos. No quiero ser avariciosa llevándome toda tu cabeza, aunque tuviera la medida exacta del diámetro de la maceta sobre mi ventana. Sería demasiado macabro y, pensándolo bien, no sería tan egoísta de pedirte tus ojos. Cortaría tus manos, con mucho cuidado, trazando bien la separación en tus muñecas y asegurándome de que ninguno de tus santos dedos sufre las consecuencias.

Isabella, John Everett Millais (1849)

Abstraída, no escucho más que un canto popular que hace temblar mis tímpanos: Quién sería el mal cristiano, que el albahaquero me robó.

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