La muerte es un automóvil con dos o tres amigos lejanos
Ir en coche a la muerte, yo, que he sobrevivido a millares de tardes.
Señor, tú me examinas, tú me conoces. Sabes cuándo me siento y cuándo me levanto; aun en la distancia me lees el pensamiento. Mis trajines y descansos los conoces; todos mis caminos te son familiares. No me llega aún la palabra a la lengua cuando tú, Señor, ya la conoces. ¿A dónde podría alejarme de tu Espíritu? ¿A dónde podría huir de tu presencia? Si subiera al cielo, allí estás tú; si tendiera mi lecho en el fondo del abismo, también estás allí.
Demasiada televisión, esa es la causa por la que últimamente pienso tanto en la tasa de mortalidad por siniestros de tráfico; la misma por la que creo que Dios fue el primero en pinchar un teléfono. Dos películas han alimentado mis nuevas obsesiones en los últimos días: Muerte de un ciclista (1955) y La conversación (1974).
La modernidad que nos brinda la oportunidad de ver películas en la cama, es la misma que tiene casi siempre las manos manchadas de sangre. He descubierto una fascinación particular por el destino que conoció, sin ir más lejos, Manuel Altolaguirre. El poeta murió a manos de la tecnología, volviendo a la capital tras presentar su primera y única película como director, El Cantar de los Cantares (1959), en el Festival de Cine de San Sebastián de su año. La muerte de su mujer se produjo en el acto, él vería salir el sol tres días más; según su hermano: «a las tres y cuarto en punto de la tarde, expiró. Yo le cerré los ojos. Murió besando el crucifijo que un hermano de San Juan de Dios le ofrecía». Obcecada, me pregunto: ¿qué tiene de especial la muerte en un automóvil? ¿Qué era aquello que fascinaba tanto a los protagonistas de Crash (1996)?
Estas preguntas no cesaron su notable presencia al comienzo de la cinta de Juan Antonio Bardem, que puse casi sin pensar. La muerte anunciada en el propio título inaugura la acción, convirtiendo los timbres de las bicicletas en melodía diabólica y augurio fatal. Casi tan terroríficos como los ciclos son los celos, causantes de chantajes y amenazas. ¿Y la guerra? La guerra es algo muy cómodo, se le puede echar la culpa de todo. De los muertos, de las ruinas, de los tipos que se quedan vacíos por dentro y no vuelven ya a creer en nada. Podemos culparla de los atropellos, también.
El descubrimiento de una infidelidad se equipara al de un asesinato cuando hablamos de personajes de la alta sociedad, ¿acaso no son lo mismo? Más de un hombre muere en la película centrada en uno de ellos, o eso quieren hacernos creer los burgueses. ¿Cómo va a importar la muerte de un trabajador de la metalúrgica más que la aventura de una adinerada tediosa? ¡Claro que él conduce una bicicleta!
El descenso a la locura merecido por dos pudientes aburridos guía la cinta y anima al espectador a mirar varias ocasiones en ambas direcciones la próxima vez que se acerque a un cruce. Qué aparatoso, el atropellar a alguien, el fumar con guantes, el esconder un adulterio.
Nadie sabe nada, sí, nadie sabe nada. ¿Me oyes? Nadie sabe nada.
La conversación, Francis Ford Coppola (1974)
Dios sabe. ¿De qué manera sería Dios testigo de cada uno de nuestros pasos? Sólo es posible mediante la escucha. Gene Hackman personifica al Supremo en la apoteosis de Coppola, absorto en una atmósfera equivalente a la característica de un escenario en madera de un local de jazz en una población pequeña. Aunque no conozco el funcionamiento de los sistemas de vigilancia celestial, sí que estoy segura de que deben parecerse bastante a los que se estilan a lo largo y ancho de la costa oeste norteamericana.
Qué aparatoso el espionaje, casi todo se pierde en la línea irregular que conecta las voces, hasta la fe. La paranoia persiste, casi siempre, sin dejar espacio a la redención; también la decepción por haber sobrevivido a la espera. La película y mis ojos terminan por presentar las mismas señales, demasiado blancas -augurio de desapariciones y desgracias-, síntoma de acecho exacerbado. Dios perdonará los pecados del amante tentado por tener bajo vigilancia a todo aquel que comparte algo consigo, defiende que todo vale en el amor y en las grabaciones.
A veces hasta creo que me escuchas cuando hablo por teléfono.
Puede que Dios me haya escuchado decir algo inmoral por el auricular, seguro que conoce cada uno de los conflictos que he tenido en los últimos años. Ha debido adaptarse a muchas formas para percibir todo lo dicho. No soy capaz de imaginar cuántos ángeles soplones me habrá enviado. Ángeles en el bus, en los cines (ese hombre que se sienta extrañamente cerca de ti en una sala vacía), en mi propia casa. Debajo del colchón, en el marco de la ventana o en el fondo del segundo cajón de mi escritorio, ¿hay ángeles escondidos en mi impresora?
Fantaseo con una ficción angelical que plasme todas sus posibles naturalezas, ¡un nomenclátor! Hasta lograr acercarme a la realidad seráfica, concluiré que mis favoritos son los implícitos en los coches. Todo lo que escuchan es significativo.
Muerte de un ciclista, Juan Antonio Bardem (1955)

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