El corazón transitando la pantalla
¿Dónde conservará los órganos mi holograma?
Algo se mece en mi pecho al asomarme a la obra de creativos especialmente sensibles. Casi por casualidad, me acerqué con curiosidad a la obra de Takashi Ito hace un par de noches. Caí encantada tras poner mi primera mirada en sus espectros virtuales. Alguien ha podido materializar cómo me acechas cuando no puedo verte, alguien se ha despistado y ha puesto otros ojos, otros labios y otras manos.
Teniéndote tan lejos no me sería difícil confundirte con un cambiaformas digital, uno como el del Ghost de Ito (1985). En mi habitación, siempre verde por la luz de emergencia sobre la puerta, también deambulan tus manos. Acarician las esquinas de los muros y las ventanas cerradas, a veces se cuelan en la pantalla del televisor, siempre que éste no alberga tu boca dentro. ¿Dentro? Intento tocarte pero es imposible; me pregunto qué distancia nos separa cuando te leo el habla desde la superficie.
Cuando me siento frente a la nieve que dejan los canales ausentes y anuncio que «ya estás aquí». Cuando me dejo arrebatar por la corriente que sale, entre destellos, de la puerta del armario; si el Dios cibernético lo quiere, llegaré al centro de la televisión a tiempo para dormir a tu lado, o eso es lo último que pido antes de dejar esta dimensión.
Thunder, Takashi Ito (1982)
Mi oído más atento y mi vista más receptiva hicieron un esfuerzo imperioso para no comprender nada dicho en December Hide-and-Go-Seek (1993). Veo a un padre experimental atesorando ilusiones de contacto con su mayor nexo con este mundo. Acariciando lo filmado, alcanzando la mayor cercanía posible con su propia sangre; custodiando lo más propenso al descuido, ¿baños? ¿paseos?
Qué injusto fue el Olvido todopoderoso al escoger la infancia como asunto predilecto, qué sinrazón incluir entre sus favoritos las voces y las pieles. De los años no quedan más que minutos de metraje, casi todos ellos mal encuadrados, carentes de tacto y ambiente. Considero a Ito un artista consciente de esta gravísima problemática, quien la afronta emulando todo lo que conoce que se perderá en el recuerdo, con animaciones y montajes singulares. Proyecto el paisaje estático del árbol inmutable que, de vez en cuando, permite la intromisión del niño feliz y la danza que lo rodea.
Estudio el movimiento del dedo (índice o anular, quizás corazón), peregrino por la pantalla. El que recorre el torso y lo aprieta -al fotografiarlo-, queriendo escapar de la irrealidad inherente a la grabación; el mismo que acabará rozando el cristal que muestra los ojos entornados y los dedos palpados en la ya fría cinta. Me espanta darme de cuenta de que la realidad sería aún más cruel de tratarse de una proyección; la imagen repele el tacto y se posiciona siempre sobre él, quedando condenada.
Es entonces cuando vuelve a mi memoria el director de marketing encargado de distribuir un conocido filme de Robert Scott, alguien cruel capaz de titular una inofensiva película de zombis como La muerte viaja en vídeo (1987). Una finísima línea separa unos vídeos caseros plenos de cariño de la mayor obra cinematográfica enmarcada en el subgénero del horror tecnológico.
Con un amor distinto pero de intensidad similar, me abalanzo sobre la tele con las palmas abiertas. Tengo tu patrón labial grabado a fuego en la retina y en la razón, aterrada, calculo cuándo estarán despejados para arrojarme, esperando que me acojas al otro lado, donde la nueva carne no es más que nuevo código.
Lejos de encontrar consuelo a los inconvenientes del nuevo mundo irreal en algún espacio entre la primera y la segunda dimensión, lloriqueo por abatimiento y me sostengo con la esperanza de que puedas, mientras que yo siga aquí, despuntar entre fotogramas. Álzate un poco, tengo el brazo alargado todo lo que me permite este lado de la pantalla.
Poltergeist (Fenómenos extraños), Tobe Hooper (1982)

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