Dios está ausente, ¿por qué?

Eres peor que yo. No eres humano, eres bíblico.

Tengo un mal en el cuerpo, un apéndice maligno que se parece a una culebra dibujada de memoria. El mal transmuta en todo lo que puede afectarme: me inmoviliza las manos, me retuerce el estómago y me cierra los ojos. La espera es lo único que conozco y no hace más que dispersarse por mi cuerpo como un molesto hormigueo. Al dejar de verlo, dejé de creer en el futuro. No recuerdo cuántos meses han pasado desde esta iluminación. Ya todo lo que queda del mañana está en la ciencia ficción, únicamente porvenires imaginados desde la decadencia, trazados con los tonos más oscuros y un par de luces parpadeantes. Me distraigo con los destellos metálicos del torso de los androides y me refugio en un antro similar al Red Strings Club mientras espero el cese de una lluvia interminable.

Falta de porvenir, encuentro el mayor consuelo -egoístamente- en las cintas fallidas, las que nunca han oído hablar de continuidad y coherencia, trato de ver todas las que encuentro. Veo cintas en las que no pongo ninguna esperanza y deseo -cerrando los ojos muy fuerte- que me decepcionen, una detrás de otra. Evito por todos los medios acudir a las salas de cine, no quiero convertirlas en templos ni otorgarles un poder enmendador que no les corresponde. Con todo, no pude evitar refugiarme en una butaca en la última fila de las tinieblas tras leer las malas críticas de lo nuevo de Wes Anderson. Lejos de lo que había esperado, la cinta cumple con lo que promete y hasta diría que da algo más que eso. El esquema fenicio (2025), además, decide responsabilizarse de mi nuevo mayor miedo: ¿y si llego al otro mundo y nadie me reconoce?

Quizás el más allá está en escala de grises y consiste en rodearse de caras conocidas que repiten sin pausa: «No te conozco». Al escuchar esto salir de la boca de Carmen-Maja Antoni, supe con una lucidez extraordinaria que esas temibles palabras abrirían algo. Resucitarían viejas maldiciones y crearían nuevas, serían anuncio del Apocalipsis, seguramente el Juicio Final no consistirá más que en esas letras (ordenadas de tal forma). Ante una revelación que no merecía saber y que, con seguridad, me llegó por equivocación, se me cayó el alma al suelo.
La busqué sin cesar entre azulejos simétricos bien estampados, retornó el color a la escena pero no a mi alma, que resultó haber caído fuera de cuadro. Me supe de vuelta en este mundo, aunque no entera. Vi a Willem Dafoe mirarme, divertido, asomado a una esquina. Yo lloraba en blanco y negro y resbalaba tratando de llegar al bidé pleno de hielo donde tenía intención de dejar descansar mi alma para que recuperara la policromía.

Mientras tanto, aventuras y accidentes se suceden salpicando colores por toda la sala. Los de la primera fila tenían ya el color del hábito de Mia Threapleton, los colores de su nueva pipa habían alcanzado ya a los espectadores sentados en la cuarta; pero a mí, en la última fila, no me llegó color alguno, hasta allí no llegaba más que la mirada de Benicio del Toro (muy de vez en cuando). Un cuadro de Renoir y los destellos del rosario con pedrería me alejaron por un momento de los pensamientos que me arrastran corriente abajo, soplé hasta alejar la nube oscura de mi cerebro, equivalente a un caza pilotado por el mejor sicario del universo andersoniano.
El tiempo recluida en la penumbra pasó como llevaba meses sin pasar, ¡como si nada! Michael Cera, Bryan Cranston, Tom Hanks; todos amigables paseando por mis sentidos. Les veía y oía casi desde dentro, era una mera sensación hasta que salí de la sala y me di cuenta. Me dejé algo fuera de cuadro, algo mío quedó en la sala, ¡ahí estaba la maldición que presentí!

Profanar, allanar, nada podría darme peor suerte. Hay algo de mí en el cine y, como a veces es justo, algo del cine en mí. ¿Qué hacer? Los alquimistas no barajaron esta posibilidad y ahora porto un maleficio en las venas. Pienso en sangrados, lobotomías; nada en la medicina moderna podría aliviar los síntomas que un error tan grave acarrearía, nadie me creería. 
Ya fuera de la sala, a medias y aún afectada, llego a la conclusión de que debo haberme perdido en la caja negra de alguno de los aviones que se pilotan en la película, no queda otra opción. Pienso también en la cinta que acudí a ver, marcada por el fracaso, y en la película tan preciada que ha pasado ante mis ojos. La maldición muta, sin esperarlo, en una ilusión. Nada nunca estará tan mal mientras queden las películas.

© Universal Pictures

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