Gothic, noche profética
(Publicado a abril de 2025, en el #29 de la revista La Letra)
Ah, Shelley, el moderno Prometeo.
1816: la maldición del no-verano engendra dos grandes obras de la literatura universal. Frankenstein, o el moderno Prometeo (Mary Shelley, 1818) y El vampiro (J. W. Polidori, 1819) nacieron bajo el letargo del láudano, entre páginas de historias fantasmales. Una noche de tormenta en la Villa Diodati supuso el escenario perfecto para el alumbramiento de las obras clave que cambiarían toda la producción de ficción fantástica y terrorífica posterior.
Cuando los fantasmas se van, no queda otra que idear nuevas apariciones, espíritus que pueblen las penumbras frías de la villa byroniana. Este palacete consagrado al ocio y al placer se disponía a la sombra de la planta de la amapola, entre relámpagos y sábanas drapeadas. La pesadilla de Henry Fuseli (1781) ilustra a la perfección las noches de los poetas en la quinta, en las que actúan como íncubos atrapados en trances opiáceos, ansiosos por generar más y más ideas.
Ken Russell, realizador inconfundible de pesadillas singulares, tomó como punto de partida la noche que unió a Mary y Percy Shelley, John William Polidori y Lord Byron en su Gothic (1986). No es la primera vez que el cineasta británico recurre a las letras como punto de partida; ya en su primera obra -Knights on Bikes (1956)-, se acercaba desde un punto de vista peculiar a la novela de caballería. En sus escasos cuatro minutos de metraje asistíamos a la aventura desesperada de un jinete torpe de sillín al rescate de una damisela en apuros, destacando el toque cómico y romántico que caracteriza al género.
En el nacimiento de una de las obras de mayor relevancia en la historia, los códigos literarios entran en comunión con el lenguaje cinematográfico. La película comienza con la mención a los escándalos más sonados de lord Byron y sus camaradas, destacando entre ellos el incesto y el adulterio. El poeta, siempre de la mano de la polémica, se nos presenta asomado a una de las ventanas de su villa sorprendido por partida doble: por los ojos acechantes de los turistas a través de binoculares y por la inesperada visita de una ex amante (Claire Clairmont), su hermana (Mary Shelley) y su pareja-rimador (Percy Shelley).
Dos años después del estreno de Gothic, Russell estrenaría su Salomé (1988). En esta ocasión, se trata de un texto teatral de Oscar Wilde el que ve abiertas las puertas hacia la gran pantalla. La historia se sitúa en un enclave inusual, como acostumbra a hacer el cineasta, ya que acompañamos a Wilde a ver su drama representado en un burdel. Mucho más tarde -para concluir con las adaptaciones del británico-, un 2 de febrero de 2002, llegaba a salas inglesas The Fall of the Louse of Usher: A Gothic Tale for the 21st Century, una versión musical y bizarra del texto original de Edgar Allan Poe. En su escaso metraje (menor a noventa minutos), atestiguamos las alucinaciones de una estrella de rock viuda que está siendo tratado con electro-shock en una curiosa institución.
Ken Russell no es el único en llevar la noche de tinieblas en que se concibieron las obras anteriormente mencionadas hasta las pantallas, accesibles a todo tipo de espectadores. Tras Gothic se estrenaría Remando al viento (1988), del director español Gonzalo Suárez. Hugh Grant interpreta al atormentado lord, acompañado de actrices secundarias como Bibi Andersen y Aitana Sánchez Gijón, entre otras. Este reparto esperpéntico hace que la cinta destaque en la filmografía del director, célebre por su mansión de los horrores compuesta por filmes como La loba y la Paloma (1974) y Beatriz (1976); además de otros más destacados como Epílogo (1984).
Remando al viento sigue a Frankenstein en su persecución tras Mary Shelley, su familia y círculo más cercano. Del mismo modo en que lo haría una maldición de muerte, la criatura va detrás de los autores atormentados, aunque parece que solo su creadora puede verlo. Esta película no abarca únicamente la noche de fantasmas en que se concibió el moderno Prometeo, aunque este suceso actúa de centro de la historia y se recurre a su memoria habitualmente.
La criatura adquiere tintes alucinógenos en este retrato, actuando como demonio personal de su creadora, mal augurio y premonición fatal. Los personajes se preguntan si lo trajo el mar o lo hizo el viento, la creadora sabe a ciencia cierta que lo trajo ella misma el día en que vino a parar a este mundo. Marcada por la muerte desde su primer contacto con la luz, la atormentada Mary Shelley vuelca sus peores miedos en el monstruo de lento andar.
El suicidio parece ser el sino de todo aquel que rodea a la autora entristecida, la maldición pasa de unos ojos a otros, ocupando el pensamiento de todos y desembocando en las manos de cada uno. Sólo el mar parece ser posible vía de escape, aunque no da buen fin a ninguno que recurra a él. El agua y la muerte aguardan a la vuelta de cada esquina -si es que no son la misma cosa. Recorren medio mundo y no se libran de ellas; Grecia y Venecia son parte del trayecto del monstruo, que pisa los talones a los malditos.
Las cintas rezuman cierta seguridad, la reclusión del monstruo en una pantalla garantiza una tranquilidad extraña. Atender las historias malditas es un deber pero, ¡precaución! Cuidaos de las sombras, de las noches de tormenta y de los arrebatos creativos a la luz de las velas. Quizás los poetas tengan razón…
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