Audiencia turbada


Goya soñó los monstruos de la razón 
y Buñuel los fantasmas del deseo.
Buñuel del Desierto, Ángel Petisme (LCD-Prames, Zaragoza)

He perdido el hábito que me ataba a las butacas del cine. He tratado de alejarme lo máximo posible de las tinieblas y los proyectores que las interceptan, he querido desentenderme de los líos de celuloide y las penas de película. ¡Es imposible! 
Por sucumbir una vez más a las tentaciones del séptimo arte me he encontrado de vuelta en una sala. Las diez de la noche, el mismo cine de siempre, la última fila de la sala. Estas coordenadas demoniacas me sitúan en un plano sombrío, con los ojos muy abiertos y la garganta cerrada ante los créditos iniciales de Los olvidados (Luis Buñuel, 1950). Me sorprenden una copia exageradamente nítida y una escala de grises más que seductora. No dejo de preguntarme por qué últimamente me niego en rotundo a reclamar el lugar que me corresponde entre las cabezas silenciosas que se someten con asiduidad al brillo de la pantalla.

Me devano los sesos y Buñuel me sopla tras las orejas, me siento como Cristo durante las burlas capturadas por Fra Angelico. Una multitud de auditorio me persigue, en el lugar de la cara albergan un vacío que transpira culpa. ¿Y si en realidad nunca he querido volver al cine?


El Jaibo (Roberto Cobo) me grita desde su mundo bicolor, me advierte de que ya no hay vuelta atrás. He de atender las palabras de los jóvenes malditos, todos con su cruz y su miseria, ¿qué mal podrían hacerme a mí, si también estoy maldita? Entre palos de ciego, vigilo y oigo, pienso pausadamente en todo aquello que van nombrando. Las lenguas de los pobres postergados dan forma a la Virgen de los Remedios, a gallinas agoreras y hasta a lecheras volcadas.

No encuentro forma alguna de despegar los ojos de la proyección y ya no recuerdo si el embrujo es el usual o si el hipnotismo proviene únicamente de los guiones de Max Aub y Luis Alcoriza. Transito sobrecogida las calles de Ciudad de México, levanto la cabeza hacia el niño que se asoma como lo haría Claudio Brook en Simón del desierto (1965). Pienso en Los golfos (Carlos Saura, 1960) y en que hace más de 60 años todos los niños querían torear. 
Una secuencia interminable de desgracias y violencia se refleja en las retinas de la audiencia, interpelada por el cineasta. Es el fruto de las gallinas que traen nuevas airadas el que explicita este grito por la atención del espectador. Un huevo se estrella contra la cámara, ¿en serio estamos viendo esto sin inmutarnos? Hemos de acercarnos al cine completamente vulnerables, despiertos a sentir todo lo que ha sido pensado para aturdirnos.

Tenemos que sentir la suerte que emana del diente de muerto que cuelga del cuello de Ojitos (Mario Ramírez), el hambre que atormenta las tripas y las cabezas de todos los que se exponen a la cámara, la ceguera del viejo y el misticismo de las curas con blancas palomas. Debemos dejar a un lado la falsa creencia que pone al cine en un lugar de consuelo, ¡hay que sufrir! Hay que mirar a los ojos al muerto que sonríe bajo la cama, hay que echarle corazón al asunto.

Comentarios

Entradas populares