Queda la Sed
Confío en todo lo que veo y leo cuando no soy capaz de escribir, no tanto en lo que vivo, que se me hace más pudoroso a la hora de compartirlo. En este incipiente bloqueo que adivinaba en el horizonte hace unas semanas y se va a acercando poco a poco, a paso de tortuga, me refugio en la Poesía no completa de Wisława Szymborska (Fondo de Cultura Económica, 2008). Se me revelan grandes preguntas y mi mente decide abrirse a plantear otras, todas carentes de respuestas claras.
No hay nadie en mi familia que haya muerto de amor.
Álbum
Me descubro nuevas preocupaciones y certezas: seré la primera de mi casta que morirá de amor, me alcanzará esta terrible epidemia globalizada y no tendré nada que hacer. No quiero morir joven y menos aún, sin escribir; haré uso de la fuerza que ahorro al no abrir el cuaderno para correr lo más rápido posible en sentido contrario al que camina Amor. Correré como los ciervos, escapando de las flechas de oro y de plomo durante varios años, hasta que me decida a entregarme a la Muerte.
A la vez, habita en mi cabeza una inquietud constante: morir de amor, ¿no es igual a morir de sed? Siempre he pensado que más que morir de hambre, se muere de sed. ¿Qué diferencia al amor de la sed? Intento responder a esta cuestión recurriendo a aquellos que saben mucho más que yo. Acudo a Ingmar Bergman (La sed [Tres amores extraños], 1949), Tsai Ming-liang (El sabor de la sandía, 2005) y Park Chan-wook (Thirst, 2009).
Bergman piensa en la sed como la imposibilidad de unión definitiva y permanente, crisis y terceras personas amenazarán los cimientos de todo amor. La guerra y la infancia se interponen y hacen un infierno de cualquier intento de vida en común. Los amores siempre son de tres y el pasado se mantiene siempre en medio, imposibilitando cualquier contacto real entre los dos amantes. Sólo el contacto virtual es posible.
¿Se molestó alguien en hacerme real?
Como en la vida que conocemos, aislada de la ficción, las conversaciones verdaderas tienen lugar en la cama y en los trenes. Los confesionarios están en los vagones y sobre somieres, entre humo y sábanas. La experiencia de amor lleva a la abstracción, así lo creen los personajes bergmanianos y así se nos muestra en la vida y sus consecuencias. ¿Somos reales cuando amamos? La conciencia se turba, no somos nosotros cuando caemos en las garras de Amor. Nos adentramos en un mundo de magia negra y vudú, como el que retrataría Tourneur en su Yo anduve con un zombie (1943). Servimos de marioneta de Eros, cruel y despiadado disfrazado de inocente.
Amor habla por nuestra boca y acusa a todos los receptores de la emoción. Se pregunta por qué las flores se marchitan tan rápido e imputa al amante de haberle hecho perder la lujuria por la vida. Estoy segura de que los personajes de Bergman, al igual que el propio cineasta, vivían en perpetuo domingo.
Considero a Tsai Ming-liang un perfecto maestro del aislamiento y el desabrigo. La excusa de una sequía que asola Taiwán le sirve para presentar un individualismo exacerbado que se imbuye en todo. La música y la sandía ocupan el vacío que deja la ausencia de agua; la imposibilidad de saciarse lleva a las distracciones, las cuales se hacen necesarias para que los personajes puedan seguir adelante. La frustración se contagia a todos los aspectos de la vida, mi predilecta es (siempre) la sexual. El cineasta retrata a la perfección lo sexual como única y fútil vía de escape de sus personajes. Un amago erótico se intuye en cada secuencia y acaba por explotarse plenamente en las escenas puramente sexuales. La frialdad que las rodea transmite impotencia: nunca podremos escapar a la sed. Como animales insaciables, nos encontramos sumidos en la incomunicación, aferrados a placeres estúpidos.
Recuerdo más versos de Szymborska, leídos con quemazón en los ojos y un peso en el pecho, de su Estación: La ausencia de mi persona / sigue a la multitud hacia la salida. / Deprisa / entre tanta prisa / varias mujeres ocupan mi vacío. / Un desconocido mío / da la bienvenida a una de ellas, / ella le reconoce / de inmediato.
El pensamiento expuesto anteriormente en torno al pasado que siempre distancia me remite directamente a un fotograma de Thirst (Park Chan-wook, 2009). El pasado quizá tenga siempre la forma de un niño muerto que pesa mucho. Retrato del incesto y el vampirismo como desviaciones de una fe ausente. Me evado y pienso ahora en escribir en otros sitios y decir otras palabras, no escribiría igual desde esa cama; quiero saber cómo escribiría desde el banco de una iglesia.
El cura que habita los dos extremos de la moral y de esta nuestra vida terrenal es el guía perfecto en la Odisea que nos presenta Chan-wook. La sed de sangre nos guía, además de la sed de certezas y el ansia de placer. Un sacerdote vampiro puede resultar un caso muy lejano, pero está más cerca de la realidad de cada uno de lo que podríamos pensar. En conflicto permanente con sus creencias religiosas, que limitan su deseo y aumentan su frustración, se ve metido en una cama ajena con una chica, un muerto y una necesidad exagerada de deleite.
¡Tócame la pierna, Padre!
Por favor, ¡reza por mí, Padre!
La religión conlleva la Sed y la Duda. Este domingo tengo la boca más seca que de costumbre, buscaré refresco en alguna cinta; alguno de estos cineastas podría ser mi copero.
Escribiría otras cosas si estuviera saciada.
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