y sólo del Amor queda el veneno.
Nueva radiografía de la carnalidad por el inesperado maestro, quien analizó los extremos de la pasión correspondida ya en su Hasta los huesos (2022). En su adaptación de la novela homónima de Burroughs se centra en las consecuencias fatales del hambre y la sed sufridas por un hombre de apetito insaciable y desesperado: un Tántalo moderno.
El que fuera rey de Sípilo, el que trató de servir a su hijo en un banquete a los dioses, el que fue severamente castigado por el padre de dioses y hombres. Varado en el Hades en un estanque junto a un árbol cargado de frutos, todo escapa a su tacto. Sin forma de sortear la penitencia, vivirá siempre muerto de sed y hambre. Este anhelo infinito lo comprende, mejor que nadie, Lee (Daniel Craig) atado por su deseo al joven Eugene Allerton (Drew Starkey), símil para un pescado frío, resbaladizo y difícil de atrapar.
En Queer asistimos a la inauguración de la privación como método de tortura moderno, donde se nos muestra el destino que sufren los personajes al ser despojados de sus adicciones, carnales o no. Cabe pensar que son las manos las verdaderas protagonistas del filme, presentes en la mayoría de los planos y diálogos de la cinta.
La asquerosa necesidad del cuerpo para consumar los placeres carnales tiene como única vía de escape la frustración. Conforme avanza la cinta, ésta va llevando al protagonista a realizar actos desesperados: hacerse con una cámara propia, volver a donde no se debe, no vaciar los ceniceros y no cambiar las sábanas.
Llegamos a un punto en el que nos preguntamos por la gravedad de la abstinencia del deseo, ¿supone el síndrome de abstinencia sexual un dolor mayor al ocasionado por una adicción? El único momento de liberación se da en la unión, cuando se confunden los cuerpos y las mentes, se mezclan todas las palabras y pesadillas; con una coreografía tan emotiva que puede aventurarse a homenajear al Chant d’amour de Jean Genet (1954). ¿Qué se puede hacer tras experimentar un vínculo tan estrecho? Partir.
Apareció un mendigo con una mano atrofiada. Esa mano se parecía a la de Allerton, así que le di veinte centavos.
Con la pérdida viene el miedo a mirar las manos desconocidas. Podrían transfigurarse en algunas recordadas; una memoria difusa podría traer de vuelta anécdotas infelices. La ausencia va borrándolo todo: las voces, las caras, el color de los ojos y del pelo. Nunca las manos. Viene el olvido y se deja las manos al marcharse.
Ya casi al término de la narración -por Burroughs, el pasaje no está presente en el filme-, Lee niega a Allerton una única vez. El receptor del odio debería negarse más de tres veces. El poder de la pena fundida con el rencor le forzaría a retornar a la selva ecuatoriana y decirlo a todos. A los perezosos, a las serpientes, a las personas en las cabañas, como un mantra: ¿Allerton? me parece que no lo conozco, ¿Allerton? me parece que no lo conozco...
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