y sólo del Amor queda el veneno.

 Dichoso puedes, Tántalo, llamarte,
 tú, que, en los reinos vanos, cada día,
 delgada sombra, desangrada y fría,
 ves, de tu misma sed, martirizarte.

 [...] Que si a ti de la sed el mal eterno
 te atormenta, y mirando l'agua helada,
 te huye, si la llama tu suspiro,
 
 yo, ausente, venzo en penas al infierno;
 pues tú tocas y ves la prenda amada;
 yo, ardiendo, ni la toco ni la miro.

Tántalo (Gioacchino Assereto) / 
Dichoso puedes, Tántalo, llamarte... (Francisco de Quevedo)


Nueva radiografía de la carnalidad por el inesperado maestro, quien analizó los extremos de la pasión correspondida ya en su Hasta los huesos (2022). En su adaptación de la novela homónima de Burroughs se centra en las consecuencias fatales del hambre y la sed sufridas por un hombre de apetito insaciable y desesperado: un Tántalo moderno.

El que fuera rey de Sípilo, el que trató de servir a su hijo en un banquete a los dioses, el que fue severamente castigado por el padre de dioses y hombres. Varado en el Hades en un estanque junto a un árbol cargado de frutos, todo escapa a su tacto. Sin forma de sortear la penitencia, vivirá siempre muerto de sed y hambre. Este anhelo infinito lo comprende, mejor que nadie, Lee (Daniel Craig) atado por su deseo al joven Eugene Allerton (Drew Starkey), símil para un pescado frío, resbaladizo y difícil de atrapar.

En Queer asistimos a la inauguración de la privación como método de tortura moderno, donde se nos muestra el destino que sufren los personajes al ser despojados de sus adicciones, carnales o no. Cabe pensar que son las manos las verdaderas protagonistas del filme, presentes en la mayoría de los planos y diálogos de la cinta.

Una mano imaginaria se proyectó con tanta fuerza que costaba creer que Allerton no sintiera la caricia de unos dedos de ectoplasma en la oreja, el roce de unos ilusorios pulgares alisándole las cejas, apartándole el pelo de la cara. Ahora las manos de Lee recorrían las costillas, el estómago. Lee sentía la punzada del deseo en los pulmones.


En Queer, se ponen en movimiento las imágenes de ectoplasmas tomadas por el doctor T. G. Hamilton. La imaginación de Lee responde a sus impulsos sexuales y afectivos, trata de acercarse a Allerton de cualquier manera, incluso si es posible, por vía telepática. Incomunicación y frustración se dan la mano y le salen como ectoplasmas por la boca y orejas, se materializan como esculturas exentas y se niegan a alejarse de Lee. Atrapado en una galería con bustos que lo miran y lo juzgan, con manos pegajosas que lo señalan burlonamente, ve cómo su amor deja su cuerpo para ir muy lejos.

Allerton había interrumpido de manera brusca el contacto, y Lee sentía dolor físico, como si una parte suya que tímidamente se estiraba hacia el otro la hubieran cortado y mirara el muñón impresionado e incrédulo.

Amputar el apéndice que se acerca al amor, que se quema como un pobre Ícaro. Esta renovada distancia la pone Guadagnino con la separación de las camas, la violencia física y una tensión visceral que mantiene bien alejados sus dedos y sus ombligos. Impone esta escisión además entre el ojo del espectador y la intimidad del deseado. Se puede llegar a pensar que la influencia de Lee cala en el director, quien teme resquebrajar la burbuja de los amantes. Amenazado quizás por su propio personaje, encarnado por los ojos fulminantes de Daniel Craig, casi no se nos muestra la desnudez de Allerton. Parece tratarse de un espéctaculo solo digno a la vista de Lee, que con su sombra nos obstaculiza la visión. En cambio, se prescinde de todo pudor cuando se trata de otros personajes. Vemos el cuerpo del joven que se sienta junto a la Virgen de Guadalupe (Omar Apollo): se nos revela sin vergüenza alguna su desnudez, hasta los tatuajes que esconde bajo los pantalones. Sólo nos falta entrar en el hueco entre sus dientes. 

© Elastica Films

La asquerosa necesidad del cuerpo para consumar los placeres carnales tiene como única vía de escape la frustración. Conforme avanza la cinta, ésta va llevando al protagonista a realizar actos desesperados: hacerse con una cámara propia, volver a donde no se debe, no vaciar los ceniceros y no cambiar las sábanas.

Llegamos a un punto en el que nos preguntamos por la gravedad de la abstinencia del deseo, ¿supone el síndrome de abstinencia sexual un dolor mayor al ocasionado por una adicción? El único momento de liberación se da en la unión, cuando se confunden los cuerpos y las mentes, se mezclan todas las palabras y pesadillas; con una coreografía tan emotiva que puede aventurarse a homenajear al Chant d’amour de Jean Genet (1954). ¿Qué se puede hacer tras experimentar un vínculo tan estrecho? Partir.

Apareció un mendigo con una mano atrofiada. Esa mano se parecía a la de Allerton, así que le di veinte centavos.

Con la pérdida viene el miedo a mirar las manos desconocidas. Podrían transfigurarse en algunas recordadas; una memoria difusa podría traer de vuelta anécdotas infelices. La ausencia va borrándolo todo: las voces, las caras, el color de los ojos y del pelo. Nunca las manos. Viene el olvido y se deja las manos al marcharse.

Ya casi al término de la narración -por Burroughs, el pasaje no está presente en el filme-, Lee niega a Allerton una única vez. El receptor del odio debería negarse más de tres veces. El poder de la pena fundida con el rencor le forzaría a retornar a la selva ecuatoriana y decirlo a todos. A los perezosos, a las serpientes, a las personas en las cabañas, como un mantra: ¿Allerton? me parece que no lo conozco, ¿Allerton? me parece que no lo conozco...

© Elastica Films

Que llegue el futuro y traiga manos nuevas, que podamos encontrar el camino al Leteo y dejemos en la orilla todas las ausentes. Que perdamos el miedo a que nos acaricien las costillas rotas.

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