Sé que no estarás el próximo verano. Luz del 86
© Reverso Films
Pretenden seguir viviendo.
Respiran el aire de Dios e irradian luz, luz, luz.
Valoa, valoa, valoa; el título invoca luz tres veces. La primera de ellas podría ser carmesí, fruto de la primera explosión que tuvo lugar en Chernóbil un lejano veintiséis de abril de 1986, cuando todo empezó a torcerse; la segunda trae el azul, que retumba en los párpados cerrados de los que no saben lo que les espera; la tercera será más cálida y vendrá al término de la primavera, con el verano.
A ritmo de María Magdalena se nos advierte sobre lo que vamos a presenciar: asustadizos y temerosos del Amor y las explosiones nucleares, absteneos de entrar en el mundo de Inari Niemi.
La cineasta, preocupada siempre por las experiencias encuadradas desde puntos de vista femeninos, ha dirigido varios largometrajes antes de acercanos esta su Luz. Algunas de sus últimas producciones, Summertime (2014) y Wonderland (2017), cuentan ambas con un toque cómico del que aquí se prescinde. No encontramos grandes diferencias en la construcción de sus personajes protagonistas: mujeres en constante desarrollo que lidian con conflictos familiares, amorosos e incluso económicos.
Cabe destacar la cinematografía de la película, en la que Sari Aaltonen actúa como pintora de la luz. La esencia del verano pasa por el bellísimo objetivo que fotografía el filme y recuerda a la forma en la que capturan el agua artistas como Michele Poirier Mozzone y Jennifer Hannaford. Se hace inevitable pensar, además, en Water Lilies (Céline Sciamma, 2007). También se enredaban bajo el agua los personajes filmados por Céline, que acababan por salir siempre a flote, como nenúfares. La mejor vía de escape aquí quizás sea huir. Lejos del pueblo, a donde sea, a algún sitio donde haya mar.
Los personajes de Niemi oscilan entre extremos de dualidades muy marcadas: presencia/ausencia, vida/muerte, amor/odio. Las pérdidas se equiparan a desastres nucleares, todo causa una enorme impresión en los ánimos de dos chicas que están abriéndose al mundo. Salen de casa, de sus familias cargadas de problemas, corren hacia el agua; la avistan en el horizonte y creen reconocer en las ondas de su superficie algo similar a la palabra Libertad.
Esta ilusión de libre albedrío -encorsetado en realidad por mil dificultades- hace que salgan y retornen de todas las maneras que pueden imaginar de su hogar. Traspasan sus fronteras marcadas con el dinero justo (e insuficiente para regresar en caso de querer hacerlo), de la mano y con un paquete de tabaco robado. Mariia (Rebekka Baer) y Mimi (Anni Iikkanen) encarnan a la perfección las inquietudes que nublan la mente de todo adolescente; son las figuras perfectas de un sólido coming of age.
El trasfondo de la historia y dónde tiene lugar hace que sea muy sencillo trazar paralelismos entre las crisis (consecuencias de las situaciones que atestiguamos) y el duelo con los sentimientos; tanto a la hora de aceptarlos como al dejarlos ir. La película comienza con el escalofriante desastre nuclear conocido por todos y va, poco a poco, mostrando indicios de vida, que sigue adelante a pesar de la desgracia. La crudeza del suceso que trata y la madurez con la que lo afronta no tiñen de desesperanza la cinta; se corona como un canto a la vida y al amor, pese a todo.
Ha habido un funeral, mañana volverá a haber vida.
A lo largo de todas las escenas de infancia, se hace patente la distancia entre los sitios que frecuentan y los que querrían frecuentar, la incomodidad en una casa que no es hogar con cohabitantes que no son familia, etc. Las distancias que marcan sus vidas son contagiosas.
Igual es aquella que separa a la Mariia adulta (Laura Birn) de su forma infante, la cual no se puede sacar del pensamiento cuando vuelve a su casa natal por una recaída en la enfermedad de su madre. Será entonces cuando conozcamos la verdadera dureza del relato que se nos cuenta, que hasta entonces había estado velado por una mirada más infantil e inocente.
Puede parecer una guía de supervivencia a la enfermedad, la pérdida y las tragedias, entre otros. Lo es, en cierta medida. La cinta, una herida abierta, funciona extrañamente como bálsamo para las llagas de aquellos que la vemos. Arroja luz, amor y compañía; nos recuerda que la vida sigue y cuenta con nosotros para hacerlo también.
Si alguien os muestra su herida, presionad la vuestra contra ella.
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