Quizás, quizás, quizás. La voz humana en el cine.
(Publicado a enero de 2025, en el #26 de la revista La Letra)
Una mujer colgada al teléfono habla a la desesperada con el amante ya perdido. Jean Cocteau profetizó en 1927 la incomunicación que nos aguardaba. El presente vivido por el autor se convierte en el futuro que podía ver: un cordón en espiral conectaba la ciudad de punta a punta que, lejos de aproximar las voces, las aislaba. La voz humana se alza como un monólogo moderno excelso que no necesita más de tres elementos para retratar el amor en la contemporaneidad: una cama, un teléfono y una mujer.
Desde la aparición del teléfono, los amores no correspondidos han tomado una connotación distinta. El teléfono intercede en los romances, extiende su campo de batalla, aísla a los amantes sumiéndolos en un espacio inabarcable. Teniendo en cuenta que se trata de un “monólogo”, la mujer pasa toda la obra hablando pero no escuchamos la voz al otro lado: su amor, al igual que el diálogo que atestiguamos, es unilateral. Es un monólogo particular, la actriz mantiene una conversación pero no hay lugar para el interlocutor, quien ronda el escenario como espectro martirizador.
El tópico maquiavélico de la mujer cuyo teléfono actúa como verdugo -aquellas que ascenderán con la palma del martirio transmutada en auricular- tiene una gran presencia en el séptimo arte. Muchas de sus representaciones son adaptaciones precisas del texto del artista francés, aunque no todas. Un buen ejemplo de una no-adaptación es el del personaje de Yvonne Furneaux (Emma) en La dolce vita (Federico Fellini, 1960), quien se pasa toda la película desamparada a la sombra de un fijo, esperando a que su marido vuelva o, al menos, dé señales de vida.
Numerosos cineastas han abrazado este tópico y lo han hecho formar parte de sus filmografías. Roberto Rossellini dirigió El amor en 1948, película dividida en dos relatos. El primero de ellos compartía el título de la obra que comento y la adaptaba a la gran pantalla. Anna Magnani ofreció una magnífica interpretación, primero como mártir y después como iluminada. El díptico lo completaba El milagro, retrato de la misma actriz que, esta vez, forma un vínculo especial con san José, que se aficiona a aparecérsele.
Duplas excelentes de cineastas y actrices han tomado parte en la fiebre de Cocteau: Ted Kotcheff e Ingrid Bergman (1966), Manuel Aguado y Amparo Rivelles (1986), Peter Medak y Julia Migenes (1990), Edoardo Ponti y Sophia Loren (2014), Patrick Kennedy y Rosamund Pike (2018), etc. Aunque todos ellos son muy fieles a lo escrito por el francés hace casi cien años, lo que diferencia las adaptaciones es, normalmente, el acompañamiento que puede tener la mujer. Se suele hablar de un perro, que no aparece en escena pero su presencia se intuye en un espacio contiguo.
Pedro Almodóvar, quien no ha sido mencionado aún, recurre a la figura de la hija. El realizador manchego ha bebido de la obra de Cocteau con más asiduidad que ninguno de los anteriormente mencionados. Así lo vemos en La ley del deseo (1987), donde hallamos su primera representación directa de La voz humana. Carmen Maura representa un fragmento de la obra acompañada por su hija, que ocuparía el lugar que se da a la mascota en otras representaciones. Bajo la dirección de su hermano, que ha empapelado más de la mitad de la ciudad de Madrid con carteles muy representativos de la obra -bicromos y ornamentados tan solo por un auditivo-, vuelca sus circunstancias en las del personaje.
La realidad y la ficción se confunden en estas escenas del filme: la pausa que separa los dos fragmentos representados coincide con un amargo reencuentro en el camerino que plantará el germen de las lágrimas que brotan de los ojos de las actrices en la acción tras el receso. Este ejercicio de metaficción tan característico del realizador puede verse incluso en sus propuestas más recientes, tal es el caso de Los abrazos rotos (2009) y Dolor y gloria (2019).
Presenciamos algo similar en la incursión en el cinéma vérité de Josefina Molina, primera mujer titulada en dirección de cine por la Escuela Oficial de Cine del país. La cineasta cordobesa realizó, con un fondo también muy teatral, su Función de noche (1981). En ella, la actriz Lola Herrera se prepara para encarnar a Carmen Sotillo en Cinco horas con Mario (Miguel Delibes, 1966) y, antes de salir a escena se abre en canal ante su ex marido, Daniel Dicenta. Las actrices tristes se convierten en un tópico en el cine, perpetrado también por John Cassavetes y su Noche de estreno (Opening Night, 1977), que pone el foco en la legendaria Gena Rowlands.
Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) debió haber sido esa adaptación que adivinamos tan ansiada por el director. La escritura del argumento desembocó en la creación de numerosos personajes inamisibles; la imposibilidad de omitirlos dio lugar a la premisa que nos acabó obsequiando con una de las películas más icónicas de la historia de nuestro cine. Esto no hace que se pierda el espíritu de Cocteau, ni muchísimo menos. El punto de partida de la película pende del cable de un teléfono, al que Pepa (Carmen Maura) se aferra como a un clavo ardiendo. El personaje se nos presenta en la cama, desvelada solo por el timbre del teléfono o la ilusión de este; se levanta, acude al estudio, llora y llama. Prende fuego a la cama, que la mantenía varada como si de su lecho de muerte se tratase, el director nos hace entender que, de alguna manera, se ha liberado de su calvario.
Hubo un tiempo, cuatro años seguidos hasta hace tres días, en que yo te esperaba mientras veía un DVD o leía y tú siempre volvías.
Tilda Swinton apila libros y películas mientras echa de menos a su amado ausente. Un asunto de familia (Hirokazu Koreeda, 2018), Jackie (Pablo Larraín, 2016), Boi Neon (Gabriel Mascaro, 2015), Las hijas de otros hombres (Richard G. Stern, 1973), Manual para mujeres de la limpieza (Lucia Berlin, 2015), Desayuno con diamantes (Truman Capote, 1958), etc. Ni toda la ficción acumulada en su hogar, ni todos los libros de Taschen hacinados en sus estanterías pueden callar el silencio atronador de la falta. Con la única compañía de un smartphone, un hacha y un perro, la actriz estadounidense debe batirse en duelo con una voz fantasmagórica, la de aquel que ya no es quien era.
En una escasa media hora, Pedro Almodóvar consuma su deseo manifestado desde su producción más temprana. Adaptándola libremente y actualizando sus códigos al siglo XXI, demuestra que La voz humana sigue estando a la orden del día.
Seguiremos aislados, al alcance de una llamada que no llegará. El teléfono seguirá cobrándose víctimas aunque ahora sea inalámbrico. Hemos perdido la oportunidad de tener la voz del otro alrededor de nuestro cuello, ya se instala directamente en nuestro oído, habita nuestros bolsillos y mesitas de noche. Acecha siempre, aunque la única compañía verdadera la constituya el vacío.
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