Aunque la imagen en movimiento deje cierto espacio para que el Amor crezca, sigue estando aprisionado de muchas maneras. Recuerdo a Ernaux y su Uso de la foto (Cabaret Voltaire, 2018), ¿ensucian los recuerdos las fotografías? Yo también he querido guardar camas vacías, deshechas por el ansia; no por eso recuerdo mejor lo ocurrido. Guardo antecedentes por disfrutar además de fotografiar habitaciones, recuerdo lo que sucedió a estos episodios febriles: insomnio e inspección de espacios. La imposibilidad de dormir en una casa ajena abre las puertas a descubrimientos fascinantes, el aburrimiento lleva a lugares inesperados: la necesidad inusual de abrir una biografía antiquísima de Lorca o el libro con mayor acumulación de polvo en esas estanterías novedosas al ojo.
Mystery Train, Jim Jarmusch (1989)
Aunque las cámaras nos alejan de lo que dejamos tras ellas, parece imposible escapar de la ilusión de que nos une irremediablemente a ellas. La avaricia de querer recordar lo que no se debe (la ropa en el suelo, las sábanas arrugadas, las dos tazas sobre la mesa del balcón) marcan el camino de la perdición. Condenarnos a no olvidar, volver con frecuencia a lo grabado hace veranos y otros métodos de tortura moderna nos sentencian a la infelicidad.
¿Dónde radica la importancia de guardar el cuerpo que se ama en los tiempos que corren? Los cuerpos que se mandaban retratar ahora no requieren de terceras personas. El nacimiento de la fotografía obligó a los amantes a prestar a sus seres queridos a los fotógrafos por un rato, para que la cámara oscura pudiera apropiarse de sus almas y luego dejarlos volver son sus amores. Al igual que la literatura ha servido de testigo ante las pasiones, el cine ha heredado las imágenes de lo amado por casi todos sus hijos, quienes han querido dejar constancia de sus afectos en el celuloide. Esta nueva intimidad hace más dolorosa la ausencia. ¿Por qué la huida no se refleja en las fotos? Aún estás ahí.
Mientras escribo esto en la última semana de enero, presiento que Jonas Mekas va a ejercer una importante influencia en mí a lo largo de todo este año. Este domingo, mientras me acuerdo de todo, pienso en algunas palabras del cineasta en su Diario de Cine (El nacimiento del nuevo cine americano) [Editorial Fundamentos, 1975]:
Alguna de la más bella poesía cinematográfica será revelada algún día por el cine casero de ocho milímetros; poesía simple, con niños sobre la hierba y criaturas en brazos de su madre, y con todo ese pudor y esas payasadas delante de la cámara. Hay poesía en las películas caseras.
Mi tardía afición a la fotografía analógica y la necesidad heredada de mi padre de documentar todo lo que pasa alrededor de mis seres queridos, responden de alguna manera a la poesía reivindicada por Mekas. No quiero imaginarme cómo habría sido dejar constancia de lo Amado en otras épocas, siento como insuficientes la literatura y otras artes. No considero un retrato pictórico del sujeto amado equiparable a una fotografía o a un testimonio grabado.
La carne exige más; el cuerpo requiere de otra dimensión. El objetivo de la cámara-verdugo se encarga de profanar los torsos, evitando que lo hagamos con nuestro propio tacto. Siento más válida la custodia del Amor por medio de un vídeo o una fotografía. Estas formas permiten, además, marcar el cuerpo sin hacer de esto algo impúdico, irrespetuoso o inmoral.
I Write on Your Skin How Much I Love You, David Lynch (2010)
Fando y Lis, Alejandro Jodorowsky (1968)
El velo de la ficción como paño de pureza. Escandalizarían más Fando y Lis si llevaran otros nombres, fingiríamos vergüenza al ver a Debbie Harry apagándose un cigarro en el pecho si nos lo contara una amiga en la cafetería de la facultad en vez de David Cronenberg.
Debemos agradecer eternamente al cine por permitirnos guardar cualquier cosa, despojados ya de todo rubor. Inmunizados contra la pornografía (lujuriosa, sentimental, aterradora), encontramos revolucionarias las películas de creadores amateur; del latín amator, el que ama.
El que ama las flores, las luces, la sangre. Cerramos los ojos antes luces intermitentes, perdemos el sueño tras asistir a demostraciones de amor verdadero y creemos sentir llegar la ceguera como castigo divino por invadir las vidas privadas de los artistas.
Portrait, Jon Jost (1963)
A febrero no pido más que la verdad: un cine más luminoso de árboles y manos.
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