Tiremos los filmes, salgamos a la calle
Ya no puedo volver a casa en la pantalla. Todo aquello es un mundo que desaparece cuando se encienden las luces. Intenta proyectar una película a plena luz del día... Me encantaba el Cinemascope, los rodajes en ciudades, las escenas de amor... Amaba todo de ese mundo, pero no amo el cine. Adiós, adiós cine, adiós.
Throw Away Your Films, Rally in the Streets. Shuji Terayama (1971)
Un golpe de realidad para todos nosotros, refugiados no bienvenidos en la oscuridad de una sala. Los que nos vemos exiliados de nuevo a un mundo cruel y violento iluminado en demasía cuando la cinta llega a su fin. Como expulsados del vientre materno, nos hallamos solos en un mundo hostil, con los ojos heridos, acostumbrados a la iluminación pobre de una lámpara.
Este amor brutal y ciego que únicamente tiene cabida en la penumbra, que va y viene sin rendir cuentas a nadie y tras de sí no deja más que una pantalla desnuda. Tan fría, tan triste. Fea y cruel, no guarda espacio para nadie, nunca nos dejará reflejarnos en ella. El amor más grande de la humanidad jamás será correspondido, ni siquiera mirado. Condenados a la más absoluta ignorancia, lejos de darle la espalda, nos vemos cada vez más atraídos a este monstruo vampírico. Como Orfeo con el espejo (Cocteau, 1950), esperamos fundirnos con el celuloide. Que se borren nuestros límites, que nuestras extremidades queden pendientes del borde dentelleado de la película, inservibles ya.
Imagino a los hombres del futuro, mucho tiempo después de que ninguno de nosotros pueda volver a ver la luz. Recuperarán los circos, algún que otro entretenimiento para ellos "primitivo", encontrarán abundantes negativos y teorizarán sobre las pobres criaturas apresadas en la celulosa: ¡Damas y caballeros! ¡Pasen y vean a los pequeños desdichados! No tienten a la suerte, huyan de su sino. Compararán los objetivos fotográficos con los ojos de las gorgonas, no irán muy desencaminados...
A los hombres del futuro no les quedará más que mitos de plástico, impresiones tristes decoloradas. Crearán nuevos ídolos, los nuevos románticos nos tendrán como modelo y aspirarán a encerrarse en un fotograma también, pero será tarde. Ya nadie revelará y no quedarán negativos más que en los archivos -afortunadamente-. El dinosaurio favorito de los niños del próximo siglo podrá ser fácilmente el perro que acompaña a Buster Keaton en El espantapájaros (1920), la reliquia favorita de mi descendiente más lejano será la impresión de un fotograma de Ordet (Carl T. Dreyer, 1955), aquel con Johannes en la cima de la colina. El amor por el séptimo arte será mi maldición generacional.
Mientras que sigo en este mundo, continuaré alardeando falsamente de tener un pequeño lugar en el cine, ganado con el amor que le profeso. Un amor confinado en una butaca que quiero creer digno, meritorio de respeto e incluso admirable. Cuando me acosen las miradas extrañadas que me empujan de vuelta a la realidad, tacharé de recreo a esta jaula de oro. Haré creer a los demás (aquellos capaces de vivir bajo la amenaza de la luz natural) que es mejor vivir al abrigo de una lente, desamparada bajo la luz de un proyector.
Nosotros, los que en el fondo estamos destinados a odiar profundamente el cine, roguemos. Pidamos una última esperanza, esperemos contagiarnos del movimiento de la imagen para salir del cine y no mirar atrás.
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